Imaginemos por un momento que nos obligan a jugar un partido de la NBA, con magníficos jugadores que miden más de dos metros y que dedican su vida a entrenar. El resultado sería que no veríamos la pelota y probablemente después de un rato decidiéramos abandonar la pista y empezar a jugar con alguien de nuestro nivel.
Aunque este ejemplo pueda ser algo exagerado, puede servirnos para ponernos en el papel de los alumnos con dificultades de aprendizaje, que juegan en un campo, en la mayoría de las ocasiones, muy injusto para ellos. Y es que ni todos somos iguales, ni todos tenemos ni las mismas habilidades, ni la misma capacidad.
Sin embargo, todos podemos aprender si somos capaces de adaptar nuestra metodología a las necesidades de cada persona. Hay veces en que la memoria a corto plazo es limitada, como en el caso de la inteligencia limite, otros niños enfocan su atención en elementos irrelevantes y olvidan hacer las tareas porque no saben planificarse, como los Asperger, algunos niños no captan la idea de un texto que leen, porque son los disléxicos, pero también hay niños que suspenden a pesar de tener altas capacidades.
En todos esos casos siempre se puede hacer algo y conseguir buenos resultados asumiendo que igual que la mayoría de nosotros probablemente nunca juguemos en la NBA, sí podemos disfrutar del baloncesto y jugar cada vez mejor. En el caso de nuestros alumnos, todos pueden hacerlo si partimos de sus fortalezas y adaptamos nuestros métodos a sus necesidades.
Pero la realidad es que no podemos enseñar lo mismo, ni de la misma manera, a todos nuestros alumnos, ni en todas las edades. Sin embargo, todos nuestros alumnos pueden aprender lo mismo en todas las edades, pero no de la misma manera, ni con la misma profundidad. Esto que puede parecer un trabalenguas refleja la tremenda dificultad que implicar ser profesor.
Además, debemos recordar que en nuestro país los alumnos con necesidades educativas especiales están incluidos en el aula normalizada, con la intención de que desarrollen mejor sus capacidades físicas, intelectuales, sus habilidades sociales, favoreciendo la integración social, la igualdad de oportunidades, así como una mayor aceptación de este colectivo por parte de la sociedad.
Esta situación, que, en términos generales, aporta muchas más ventajas que inconvenientes, no podemos negar que tiene una tremenda repercusión en nuestra labor docente porque implica la necesaria atención en una misma aula de todo tipo de alumnado, desde los que tienen alguna discapacidad, a los que tienen algún rasgo de autismo o asperger, y, por supuesto, a alumnos hiperactivos, con problemas de comportamiento, disléxicos o de altas capacidades. Además, también debemos atender a alumnos de diferentes nacionalidades y tener en cuenta su cultura, costumbres e ideas, y debemos hacerlo prestando atención a los estilos de aprendizaje, porque no todos aprenden igual. A todo esto hay que sumar los aspectos físicos, neurológicos y psicológicos, porque el desarrollo del cerebro está en la base del aprendizaje.
Partiendo de que esa es la realidad, y de que, la mayor parte del tiempo, es el profesor ordinario el que atiende a este tipo de alumnos en el mismo espacio físico y temporal que al resto, son numerosos autores los que se plantean la necesidad de proporcionar a los profesores una formación específica que les permita atender a los alumnos con alguna discapacidad o necesidad especial de forma más operativa y no meramente asistencial (Esteve, 2003). Y es que aún nos queda mucho por mejorar en este campo.
La escuela inclusiva, de hecho, nos obliga a replantearnos las habilidades de todo el profesorado, tanto del experto en una determinada materia como del especialista en Necesidades educativas especiales (NEE), para poder llevar a cabo un trabajo coordinado. En el primer caso, el profesor no sólo debe dominar los conocimientos y habilidades de su materia, sino que se le exige habilidades y estrategias tradicionalmente asociadas a psicólogos y pedagogos. La cuestión es que se espera del profesorado que estemos preparados para detectar, actuar y conseguir unos resultados óptimos de nuestra docencia. ¿Pero lo estamos?
La realidad es que la formación del profesorado en el conocimiento de las NEE ha estado fuera del interés de las instituciones, quedando limitado a los especialistas, -psicólogos, psicopedagogos y a la pedagogía terapéutica.
Sin embargo, no basta sólo con una disposición favorable por parte del profesor, sino que además es imprescindible una formación básica que nos permita atender a las demandas específicas de estos alumnos, con necesidades educativas especiales, en el marco de la educación ordinaria. Todo ello sin olvidar, que en ningún caso la idea es sustituir al especialista, sino que de la misma forma que el médico de cabecera no puede, ni debe, sustituir al cardiólogo o al dermatólogo, el profesor puede detectar y tratar aquellos problemas más leves, derivar al especialista en casos más complejos y realizar el seguimiento diario.
El objetivo, por lo tanto, es proporcionarnos al profesorado unos conocimientos mínimos, siempre desde el punto de vista de la educación, sobre aquellas necesidades con mayor prevalencia en el aula, que nos permitan conseguir una mayor eficacia en nuestra labor como docentes y a la vez posibilite una coordinación y un diálogo más fluido y efectivo con el especialista.
Pero antes de avanzar veamos qué dice la normativa sobre las dificultades de aprendizaje.
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